miércoles, 6 de diciembre de 2023

LITERARIAS - PARA LEER SIN RESPIRO - CAFE Y CRISANTEMOS - UN CUENTO DE SILVIA FRANK


 CAFÉ Y CRISANTEMOS 

El reloj despertador no sonó a las seis de la mañana como lo había programado. Me despierto y miro rápidamente una y otra vez los números y eran las seis y treinta. No puede ser, dije asustada. Aquél día iba a ser mi primera jornada de trabajo en la cafetería y ya llegaba tarde. Hacía una semana que había arribado a la ciudad de Buenos Aires y todavía era poco tiempo para tener ese ritmo ligero que tiene su gente. Ritmo que se nota en el caminar por la calle, en sus rutinas de trabajo, en las largas filas que hacen para todo sin cansarse. 

Dejé que mi mente parara de pensar y logré salir de la cama para vestirme. No sé qué me pasaba, ya que en vez de acelerar mi accionar porque estaba llegando tarde parecía que algo me frenaba y hacía mis movimientos más lentos que de costumbre. Me duché rápido, sequé mi cuerpo frotándolo torpemente, no me puse crema porque tardaría mucho. Decido atar mi pelo porque no lo tenía en condiciones como para dejarlo suelto. Odiaba mis rulos, más los días de humedad porque eran indomables y justo hoy era uno de esos días. 

Parecía que el clima, el reloj, la vida misma estuviesen complotadas contra mí. No bastaba estar sola, y luchar contra esa soledad que a veces me atormentaba. Había perdido todo, pero trataba de sacar fuerzas de donde sea para empezar de nuevo. No me quería rendir, por lo menos no ahora. 

Ya vestida con el uniforme que me habían dado en el café “Camelia” un lugar muy pintoresco en el barrio de Retiro, voy hacia la cocina para prepararme un café rápido. No puedo salir de mi casa sin desayunar. 

Empiezo a revisar las alacenas en donde guardo la lata de café y no la encuentro por ningún lado. Listo, para completar el comienzo de mi mañana caótica tampoco podría desayunar. Decidí apurarme y salir del departamento que había alquilado con el poco dinero que tenía como ahorro. Me alcanzó para un monoambiente en la zona de San Telmo. 

El barrio tenía ese encanto característico de su pasado ilustre, con casas grandes e imponentes, y aunque ya no era lo mismo, para mí la magia seguía existiendo. Mi barrio preferido era Palermo, pero por el momento me era imposible alquilar algo ahí. El monoambiente que había conseguido pertenecía a la mamá de un amigo mío del pueblo y me hicieron precio porque me conocían. 

Salí a la calle por Avenida San Juan en dirección a Paseo Colón para tomar el colectivo de la línea 93, tenía doce paradas hasta llegar a calle Arroyo 848 en la que se ubicaba la cafetería. En exactamente 39 minutos llegaría a destino. Me paré en la esquina, hice la fila correspondiente para poder subir al colectivo ya que a esa hora había mucha gente que iba a su trabajo creo yo, ya que no se veía que ninguno sea turista. Aunque yo debo haber tenido cara de turista ante los demás. Era nueva en la ciudad, una chica de pueblo sin experiencia por lo tanto eso seguramente era lo que el resto de la gente veía en mi rostro. El 93 hizo chirriar sus ruedas en el asfalto y antes que se frene totalmente, la primera persona de la fila ya se estaba subiendo. Conté diez personas, yo era la persona número once. El once me estaba persiguiendo repetidamente. No sé si era una obsesión, pero veía esa hora espejo y ese número un sinfín de veces a lo largo del día. Saqué mi tarjeta Sube y la apoyé sobre el lector de la máquina con un poco de nerviosismo porque no estaba acostumbrada a ese sistema. 

En el pueblo todavía los chóferes del colectivo te cortaban boletos y les pagabas en efectivo. Al recordar esos boletos no hice más que pensar en los años de secundaria en los que viajaba desde temprano para ir al colegio. El colectivo era medio viejito y el conductor también. Te cortaba un boleto de color rosa, aunque también había celestes, amarillos y violetas. Solía mirarnos por el espejo y su cara era siempre de enojo como si odiase su trabajo u odiase a todos los pasajeros. Y en ese viaje en colectivo me sentí un poco aquél chofer porque ese día yo también odiaba a todos y creo que ya estaba odiando mi nuevo trabajo, aunque ni siquiera había empezado. No sé por qué sentí eso, quizá fue por recordar el pasado y para tratar de apartar esos sentimientos de mi interior miré al nuevo colectivero (nuevo para mí) y traté de ver su cara en el espejo. Cuando logré verlo, él también clavó su mirada en mí. No podía creer lo que veían mis ojos. Ese hombre era mi tío Luis, y si no era él, era alguien idéntico. El tío Luis manejaba taxi, eso era lo que yo recordaba, pero también recordaba que el tío Luis había muerto. 

El día que los visité por primera vez, a él y a la tía Ofelia tenía quince años, era la segunda vez que viajaba a Buenos Aires en tren, la primera vez que visité San Telmo. La feria de los domingos en la que compré un anillo en un anticuario que me salió treinta pesos, pagué con cincuenta y me devolvieron veinte dólares que aún conservo como amuleto. El tío Luis me enseñó a revolver la taza del postrecito Jimmy hasta lo último, raspándolo bien y haciendo mucho ruido. Aún hoy hago eso. De la tía Ofelia me llevé la rutina de bañarme todas las mañanas como hacía ella. Pero también me baño a la tarde y a la noche. Sí, es un tanto obsesivo, lo sé. Conocí el Parque Lezama, al que nunca más volví. Tengo una foto guardada en un álbum en la que le estoy tocando la cola a una estatua. Tampoco sé por qué. Entre que miré al supuesto tío Luis y pensé todo eso me di cuenta que tenía que tocar el timbre de la puerta del colectivo y bajarme en la parada sin saber quién era realmente el chofer y sin saber si más tarde o al día siguiente lo vería. 

Bajé apresurada y tropecé con el último escalón del colectivo, aunque logré acomodarme y hacer como si nada hubiese pasado. Caminé dos cuadras, crucé la calle y me encontré con una fuente de agua hermosa, me detuve, necesito escuchar el ruidito del agua cayendo, eso hace que no parezca que estoy en una ciudad enorme como en la que estoy. Seguí caminando, conté exactamente treinta pasos y llegué a mi trabajo. No vi ningún bar, ni un café, ni nada que se le parezca. Sentí temor y un escalofrío corrió por mi cuerpo, no supe si seguir allí parada o salir corriendo. Lo que pude observar fue una florería, muchas flores, masetas, adornos, algunos carteles de madera y luces en la vereda, con focos de esos que se usan para navidad. No me animé a decir nada, solo entré rápidamente y compré un ramo de crisantemos naranjas. Una vez leí que esa flor y de ese color brindaba alegría a alguien que la necesitara y yo la necesitaba. Aunque de chica siempre pensé que esas flores solo se llevaban al cementerio, mi mamá tenía varias en su patio, de distintos colores y esas fueron las primeras flores que llevamos a la tumba de la abuela Rosa a la semana de su muerte. 

Aquí estoy de pie en Parque Lezama, mirando la iglesia de cúpulas azuladas con mi ramo de crisantemos naranjas en la mano. Pasaron treinta años y todo está igual. No, casi igual, porque la estatua esa a la que yo le toqué la cola no está más. Tampoco el tío Luis ni la tía Ofelia. Incluso dudo de que yo sea real.

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Silvia Frank Ha publicado dos hermosos libros de cuento y poesía y está encaprichada en terminar un tercero para la Feria del Libro 2024. Sus obras son Amarillo y Corazones Rojos y ya conocen el éxito de sucesivas reediciones.  

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